Hacía una de esas mañanas de primavera que de pronto nos inquietan porque sentimos que tras la frialdad insuperable del invierno, la vida se renueva otra vez. Los árboles se tiñen de verde, el sol recupera fuerza calor y color, e incluso en los eriales más yermos, una densa capa de flores humildes y preciosas de tonos inverosímiles, florece de forma impensable.
Entonces nos damos cuenta de que algo ha cambiado en nuestro interior y si lo buscamos no lo hallamos, es el corazón quien cambia de lugar y está del revés, y al caminar vislumbramos nuestra sombra corriendo ante nosotros, cosida a nuestro alma, ambas hablando, riendo y llevándose, por una vez, a las mil maravillas.
Pues bien, tras un invierno gris y gélido como el acero, se trataba de la primera mañana realmente primaveral. Llevaba horas transitando detrás de mi mismo, perdido en una variabilidad inconsistente, sintiéndome feliz sin saber realmente por qué, cuando me adentré en el parque vi el chiringo con algunas mesas y sillas fuera, y decidí sentarme.
Ami lado, en varias mesas, parejas de novios se hacían los arrumacos más bellos que jamás imaginé.
Hice un gesto hacia el interior del bar y cuando salió aquella sílfide rubia, todo cambio de color; se acercó hasta mí y mirándome con unos ojos verdes, anegados en tristeza, me preguntó que deseaba. Y yo, incapaz de obstruir mis palabras, cercenarlas y soltar cualquier tema intrascendente de esos que impiden liberar nuestros genuinos pensamientos, le dije.
— Querida Lorena, estás triste y seca en este lugar...
Sus ojos se encendieron y admirada, me preguntó.
— Y tú… ¿Cómo sabes mi nombre, si es la primera vez que me ves?
Yo la miraba hechizado, sin poder despegar la vista de sus ojos felinos y más que nada, etéreos. No existían ojos así en mi mundo, descubrí. No era el color, sino la mirada...
— Lo sé porque tú me lo has transmitido con tus ojos. Y porque comprendo la soledad de las náyades. Sin agua no podéis vivir en paz y alegría.
Interponiendo hábilmente la bandeja entre nosotros y el bar, asustada, me dijo.
— ¿Puedes captar nuestra esencia? ¿Eres de esos humanos que tienen el privilegio...?
En realidad no tenía ni idea.
Volvió su mirada nerviosa hacia el local, y girándose, explicó.
— No puedo hablarte ahora, el Centauro me observa. Y bajando el tono de voz, añadió.
— Me retiene aquí prisionera.
— Cómo... ¿tú? ¿Una náyade? Libre de hacer lo que quieras...
— Es cierto... Y así era hasta que él me atrapó.
— ¿Dónde?
— En un afluente de las montañas de Tesalia. Se enamoró de mí y me mantiene trabajando día y noche sin descanso en este lugar. Dime ¿qué deseas tomar?
— Yo... Sólo soy un mortal y tengo mis vicios. Tienes ¿Coca Cola?
— Por supuesto, este es un local para humanos y... enamorados, que se encuentran en otra escala sideral.
Y por primera vez sonrió. Se marchó, volvió a salir, me sirvió. Y, tímidamente, me preguntó.
— ¿Conoces la leyenda?
Yo me entretenía en silbar imitando el trino de unos pajaros. Sorprendentemente había conseguido imitarlos de tal forma que me había puesto en contacto con ellos. Algunos, entre ellos un macho viejo, gordo y resabiado, me decía que estaban dispuestos a ayudar. Yo sonreía con desconfianza. La verdad, no tenía idea de cómo unas aves tan limitadas, podrían colaborar.
Me volví hacia ella y permanecí paralizado por el asombro, pues por primera vez, desplegaba toda su belleza ante mí. Prosiguió.
— El humano que adivine nuestra entidad – y tú así acabas de hacerlo – será el agraciado con el beso de náyade.
— ¿Cómo...? Balbucí, ignorante de semejante cuestión.
Se acomodó sobre mis piernas, me rodeó con sus brazos, y contemplándome de una forma imposible de describir para un humano, una manera fantástica, sus ojos brillantes me penetraron y me besó. Y de pronto ambos quedamos atrapados en un beso eterno e interminable.
A mis espaldas oí la voz encolerizada del Centauro y sus cascos al trotar hacia nosotros.
Doblegado por aquel beso sentí mi cuerpo elevarse, mire de reojo, y descubrí que miles de gorriones, petirrojos y verderones, nos sostenían en el aire: ¡Volábamos! No se cuánto duró aquel viaje, de pronto escuché: ¡Splash! Y me encontré zambulléndome en las aguas tibias y cristalinas de un lago. Y frente a mí, moviéndose como un pez, Lorena me tomaba de la mano y me llevaba hasta una playa. Me dejó fuera y me dijo.
— Si deseas otro reencuentro, sólo debes soñar de nuevo. ¿De nuevo?
Abrí los ojos. Una camarera preciosa, de ojos verdes, me miraba seria, pero con una mueca indulgente. Avergonzado, quise pedirle un refresco. De forma inconsciente me revolví sobre la mesa, y me topé con una botella de Coca Cola. Dijo.
-Por ser el primer día, no se la cobro. Y sonriendo feliz, exclamó.
- Sabe... ¡Estamos en primavera!
Se dio la vuelta y se marchó. Además me había dejado un aperitivo de patatas fritas. Un gorrión gordo y hermoso aterrizó sobre la mesa, dando saltitos con confianza tomó una, me miró ¿de reojo? Y volando, desapareció entre un rayo de sol y unos arbustos...
José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2009.